La enfermedad del lado izquierdo

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El destino no está escrito, ¿o sí? ---------- http://laenfermedaddelladoizquierdo.blogspot.com/

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viernes, 30 de abril de 2010

Bajo el influjo del cometa


Bajo el influjo del cometa
Jon Bilbao
Editorial Salto de Página, 2010


El temor a nosotros mismos
por Esteban Gutiérrez Gómez

El anterior libro de relatos de Jon Bilbao, Como una historia de terror, publicado por Salto de Página a finales de 2008 supuso un seísmo en el panorama narrativo español en lo que a literatura breve se refiere. Una nueva voz narrativa aparecía, perfectamente diferenciada del resto de voces en el cuento. Una voz heredera de la mejor tradición norteamericana. Influencias de Cheveer, de Maxwell, de Melville; historias atemporales, universales, que podrían ocurrir en cualquier lugar del denominado primer mundo; artesanía de la palabra, ahondamiento en la psique de los personajes y, como resultado final, una tremenda conmoción en la mente del lector que descubre el lado oscuro de su persona.
Un libro, en resumen, imprescindible.
Con ese antecedente, esperábamos ávidos de lectura su siguiente propuesta narrativa.

Bajo el influjo del cometa es uno de esos libros tan largamente deseados que cuando llegan a las manos del lector expectante, suelen defraudar. Pero este no ha sido el caso.
Mantiene Jon Bilbao el gusto por el trabajo bien hecho, ahonda en la psicología de sus personajes mostrándonos los resortes invisibles que nos mueven y que intentamos ocultar, vuelve a sembrar la incertidumbre en nuestras mentes, el terror ocasionado por pequeños cambios que alteran nuestra normalidad.

Estos ocho relatos no son una continuación de aquellos relatos de Como una historia de terror, sino que son parte de ellos, porque podían haber sido incluidos sin ningún tipo de dudas en aquel primer libro.

Dice Jon Bilbao que le preocupa poco que haya o no haya una unidad temática en sus propuestas breves, que no busca esa unidad. Sin embargo, su voz narrativa y la pulsión interna que consigue en sus lectores por la atmósfera de sus relatos o por la inquietud sembrada, son argumentos más que suficientes para unirlos. Al igual que en el anterior libro de cuentos, las descripciones y los paisajes “universales” tienen también un peso específico.

En Bajo el influjo del cometa avanza el autor en la experimentación de su escritura. Me llaman la atención los quiebros finales en algunos de sus relatos. En la primera narración del libro, Los espías, propone un final nada acorde con el tono narrativo del resto de la narración, lo que en principio me sorprende. Eso mismo ocurre con Ha desaparecido un niño, en el que me llega a desconcertar un final disparado al futuro en todas direcciones tras un relato sereno y pausado. Para un autor que ha logrado que ni su voz ni la del narrador aparezca en sus relatos, el giro final propuesto supone que ambos se asomen al lector.

No quiero en esta reseña destripar ninguno de los cuentos, me limitaré a señalar aspectos de los mismos que destacan. Uno de ellos, quizás el principal, es la utilización de metáforas. Aparecen continuamente, como elementos de una simbología en general referida a “el cambio”, por lo que alcanzo a pensar que tras la lectura lineal de las historias se esconden muchas lecturas secretas, abisales. A menudo esas metáforas van unidas a animales. Este tomo narrativo no es un animalario al uso, pero podría serlo, porque en todos los relatos pululan un sin fin de ellos (ballenas, zorros, perros, gallinas...).

Sigue Jon Bilbao pendiente de la psicología del ser humano, de ese lado oscuro, apenas alimentado que guardamos los humanos y que nos suele ser mostrado en estados de excitación como el de un posible cambio en nuestra cotidianidad.

Sigue también sembrado entonces la inquietud, porque ese lado oscuro que nos muestra pertenece a todos los lectores, y lo sabemos, pero quisiéramos no saberlo. Seremos entonces, quizá, más animales que los animales. El querer saber más allá de la intimidad (cotillear, en castellano), el probar fortuna lejos de la ciudad en la que se ha producido la herida aún sabiendo que la herida viaja con nosotros y allí también sangrará, el querer volver allí donde se ha sido feliz aún sabiendo que eso jamás se debe hacer porque la desilusión está asegurada, lo que se esconde tras una sonrisa amable o tras una actitud sumisa, lo que somos capaces de hacer en situaciones límite o, simplemente, escondidos de los ojos de los demás.

Sigue Jon Bilbao buscando la palabra precisa que evite la descripción superflua, sigue limando el lenguaje en busca de la perfección. Por eso me han llamado la atención algunas construcciones extrañas, en todo caso, opciones elegidas por el autor en su progreso de escritura.

Uno de los relatos del libro, Soy dueño de este perro, tiene para mí la máxima categoría que puede alcanzar un cuento. Es, en una palabra, soberbio. Y lo es por muchas razones: por su trama, que atrapa al lector desde el inicio; por su intemporalidad y su ubicación en cualquier lugar del mundo occidental; por el acojonamiento que siembra en el lector; por el final, el magnífico final; por la técnica cinematográfica que sabe desarrollar a la perfección el autor en la creación del texto; por el sabor de boca a herrumbre que deja aún sir lograr ver ni una gota de sangre. Es un cuento magistral, como pocos, que por sí sólo coloca a Jon Bilbao en la cabeza de los cuentistas españoles.

Ahora sólo queda esperar un tiempo, volver a desear, y conformarse en las horas vacías de buena literatura con releer cualquiera de sus dos libros de relatos.



SINOPSIS:
En este libro, lo inquietante y lo amenazador surgen de lo cotidiano.
Así, una ballena varada en la playa puede estropear el tranquilo día de verano del que pensaba disfrutar una familia. Curiosear a esos vecinos que leen la Biblia puede alterar la paz de una pareja de agnósticos. El paso de un cometa sacude inexplicablemente la existencia de los habitantes de un pequeño pueblo costero. Incluso retirarse unos días a la montaña puede complicarse si se entablan relaciones con un zorro.
Puestos a prueba por tales situaciones, los personajes de estos relatos se ven forzados a conocerse mejor. Lo que descubren les sorprende, y en algunos casos les asusta. Cuando se encuentran con esa faceta oscura y hasta entonces desconocida de sí mismos, las cosas no tienen por qué empeorar. No siempre.

martes, 27 de abril de 2010

Un relato de Luisa Fernández



(Relato finalista del II Premio Ovelles Elèctriques)




“Kristallnacht”
Por Luisa Fernández
Fuenlabrada (Madrid)

Mis ojos querían huir de sus cuencas, dejarlas vacías y sin vida,
negándose a ver más atrocidades como aquella. Seguí recorriendo la
acera calle arriba sin detenerme, sin prestar atención a los cristales
que iba aplastando con las suelas de mis botas. Negando el olor a
quemado que desgranaba el aire gris y corrompido. Y sí, obligue a
mis pupilas a que fuesen heridas. Los muros desgajados las
laceraban sin piedad. Después de cuarenta y ocho horas ardiendo, el
esqueleto de madera amenazaba con caerse desmayado al abismo de
mi mirada. Y mis necias manos no iban a ser suficiente para
amortiguar su caída.
Las columnas lisas que sustentaban los arcos eran lo único
reconocible de la sinagoga de Fassanenstrase. Elevé la cabeza a su
cúpula hexagonal y a la torreta que la encumbraba. Simples maderos
ardiendo que supe reconocer como el que identifica el cadáver de un
ser querido abrasado por las llamas. Metros más allá, sobre el sucio
empedrado de la calzada, también adiviné a mis difuntos: los libros
de oraciones y los rollos de la Torá. A un lado, las mujeres lloraban
sosteniendo los legajos de las telas doradas. Y los pocos hombres
que no se habían llevado los de la SS, recogían esos mismos cristales
con las manos desnudas. Las tenían bañadas en sangre.
Pero cómo había empezado todo aquello. En qué momento
yo, Gustav Wadskier, había convertido a la Tierra, una vez más, en
un pudridero. Mi plan se cumplía paso por paso. Después, llegado el
momento, mataría a Hitler para que se lo llevara el diablo a su
morada, haciendo ver al mundo que se había suicidado. Ese era el
trato. Cerré los ojos con fuerza. El suelo parecía temblar con el
sonido correoso de todos aquellos vidrios. La oscuridad se cernió
sobre mí. Ya no había pavimento bajo mis pies ni paredes a las que
agarrarme. Flotaba ingrávido sobre la nada oscura. Unas palmadas a
mi espalda me hicieron girar la cabeza. Reverberaban con un eco
telúrico.
—Está bien, Gustav —dijo una voz profunda y cavernosa,
cuyo dueño no logré identificar en un principio—. De nuevo lo has
conseguido. Morirán cientos, miles, millones de personas. El Señor de
las Tinieblas estará contento por un tiempo, pero luego, ¿qué harás?
El Grimorium Verum1 te ha dado su último secreto. ¿Crees que
podrás eludirnos por toda la eternidad? Permíteme dudarlo.
Ahora tenía ante mí al portador de aquella voz. Era su más
ferviente discípulo y servidor. Nunca mostraba su verdadero rostro,
siempre iba perfectamente conjuntado con un esmoquin negro de
solapas de raso y una capa de refinada hechura. Llevaba en sus
manos enguantadas el sombrero de copa y el bastón de cabeza de
lobo.
—Me he ganado unos años de tranquilidad, Beldial —argüí,
aún a sabiendas de que se negaría a escuchar mis reproches—. Tu
Señor debería besar por donde piso. Nunca nadie le dio tantas
alegrías.
Él torció el labio superior con cinismo.
—Ya sabes la respuesta a tus plegarias. Porque no irás a
decirme que éste no es otro de tus patéticos intentos para suplicar
clemencia. ¿Quieres un pañuelo, Gustav? —Y me alargó uno de
seda con la punta del bastón, que yo rechacé entornando los ojos—.
¿Sabes qué es lo que más me gusta de ti? Que eres un hipócrita.
Cada vez que nos vemos tienes todas esas imágenes impresas en las
pupilas, puedo verlas, las llamas todavía se reflejan en tu iris. Los
cristales vuelan por doquier y la sangre mana de las heridas. Sientes
cada una de esas muertes. Las que han ocurrido y las que llegarán.
Las percibes como si fuesen la tuya propia. Pero ¡mírate! Eres tan
cobarde que no tienes agallas para renunciar de una vez a la vida que
se te dio. Renuncia a ella y sufre lo indecible en el averno. Afronta tu
destino.
Y me reí. Lo hice forzando mi garganta ásperamente, como el
lobo que intenta seducir a la luna. Luego, le dirigí una mirada fiera.
—Beldial, llevamos siglos jugando al escondite.
Persiguiéndonos entre los días del calendario. Primero fue la
clepsidra la que con su voz medía los minutos de mi vida vacía.
Luego el péndulo con su oscilación. Después las agujas encerradas
de una esfera. Los instrumentos para medir el tiempo cambian, pero
los minutos siguen siendo los mismos fatuos instantes en los que
veo cómo me consumo. Dejadme morir en paz. Sólo eso,
desaparecer de esta vida para siempre sin que me espere la eternidad
a vuestro lado.
Ahora el que reía era él, pero con muchísima más clase. Hueca,
desgarradora, pavorosamente. Hubiese helado la sangre de cualquier
mortal, pero a mí no me infundía ni el más mínimo respeto.
—Cómo me gustan tus lágrimas, Gustav. Eres realmente
patético. ¿Te has parado a recapacitar sobre el motivo por el cual
nos convocaste? Recuerda las velas negras, la imagen de Bofomet; la
cabra de Mencles, el mantel negro con nuestros signos, la calavera, la
daga, el cáliz de plata y la campanilla. Seguro que si cierras los ojos
las invocaciones aprendidas apresuradamente en aquella taberna
saldrían de tus labios solas.
Y como sólo pueden hacerlo los lacayos de Satanás, acudieron
a mí las imágenes de aquella noche aciaga. [...]


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domingo, 25 de abril de 2010

Un cuento de Borges

Las ruinas circulares

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

jueves, 22 de abril de 2010

Presentación de "Cada noche los lobos" de Lola B. Gallardo



El día 24 de abril, a las 13 h.


tendrá lugar la presentación del libro de relatos


“Cada noche los lobos” de Lola B. Gallardo,


publicado por Ediciones Traspiés.


El acto contará con la participación de la autora y de la escritora Pepa Merlo, y tendrá lugar en el Centro Cultural de la General de Acera del Casino, en Granada.


A las 14 h. tendrá lugar la firma de ejemplares, en la caseta de firmas de la Feria del libro de Granada.








Cada noche los lobos, de Lola B. Gallardo, es una colección de relatos que indaga en la infancia, con su crueldad y ternura; en el amor, con sus esclavitudes y recompensas; y en esa anormalidad que muestra por igual contradicciones y virtudes. En estos quince cuentos, Lola B. Gallardo ha querido dar voz a personajes invisibles, atreviéndose a llegar hasta lo más profundo de sus sentimientos, y asomándose esos rincones ocultos donde habita la noche y, a veces, los lobos.

“Los cuentos de Lola B. Gallardo son desgarradores porque la escritora, como todos los artistas de raza, no tiene miedo a enfrentarse con lo más oscuro de nosotros mismos.”

María Tena


Lola B. Gallardo nació en Barcelona en 1967 y reside actualmente en Madrid, ciudad en la que ejercer como profesora de Filosofía. Ha obtenido diversos galardones literarios, como XI Certamen Literario «Villa de Letur» (2009), o el I Certamen Literario «Maestro Gerardo Muñoz y Muñoz» (Madrid, 2009).


http://www.traspies.com/


martes, 20 de abril de 2010

aL oTRO lADO del eSPEJO cumple 1 año

Y han pasado muchos cuentistas e ilustradores por nuestras páginas:

En el Nº0, a la palabra: Julio Cortazar, Edgar A.Poe, Jon Bilbao, Vicente Muñoz Álvarez, Esther Rodríguez, Luis Morales, Carlos Salem, Patxi Irurzun, Pepe Pereza, MªJesús Silva, Pablo Matilla, Andrés Portillo, Mario Crespo, Sergio C.Fanjul, Vicente Luis Mora, Fco.Cenamor, Susana Obrero, Luisa Fernández, Oscar Sipán.
Ilustrarón:Daniel Orviz, Fernando Falcone, Aída García Corrales, Marcus Versus, Bárbara Butragueño, ilkhi Carranza, Luis Morales, Dabiz del Reino, Lidia Litrán, José Naveiras

En el Nº1, sección verbo: Guy de Maupassant, Ricardo Pligia, Hipólito G. Navarro, Lorenzo Silva, Carlos Salem, David González, Ana Pérez Cañamares, Miguel Ángel Zapata, José Ángel Barrueco, Hasier Larretxea, J.Ramallo, Carlos Ardohaín, Escandar Algeet, Reyes Monje, Lola B.Gallardo, Marcos Vasconcellos, Carlos Ollero, Nacho Viñuela, Inés Martín, Carlos Frühebeck, Carmen Guzmán.
Iluminaron los cuentos:Lidia Litrán, Juanito Kalvellido, Leticia Vera, Ángel Rodríguez Robles, Ana Rodríguez Pastor, Beatriz Chaves, Lucía Barredo, José Naveiras, Alberto Rivas

En el Nº2, escribiendo silencios: Antón P.Chéjov, Oscar Sipán, Fco. Javier Irazoki, Alberto Infante, José Jacinto Muñoz Rengel, Giovanna Rivero, Roxana Popelka, Nacho Abad, Juan Pardo Vidal, Musi Al- Ramli, Déborah Vukušić, Alberto García Salido, Manu Sánchez Vicente (manuespada), Fusa Díaz, Jara Bedmar, Soledad Dávia, Begoña Leonardo, Javier Das, Yolanda Calahorra, José Ángel Beckett, Batania, Esteban Gutiérrez Gómez.
Y crearon de la nada: Gsús Bonilla, María Couceiro, Peter Jensen (VELPISTER), Laura Rosal del Rey, Ángel González González, Federico Romero, Pedro Morillas, Daniel Orviz.


MUCHOS AMIGOS CUENTISTAS, ILUSTRADORES Y FOTÓGRAFOS QUE COLABORARON SÓLO POR UN MOTIVO: PORQUE PENSABAN QUE EL CUENTO, EL RELATO, LO BREVE ES EL TIPO DE LITERATURA QUE EL SIGLO 21 PRECISA.





VEN A COMPARTIR CON NOSOTROS
EL PRIMER AÑO DE VIDA DE LA REVISTA
EN UNA NOCHE GRANDE DE CUENTO
JUEVES 22 ABRIL 2010, A eso de las 21:00H;
En el “TAPAS Y FOTOS” del Avapiés;
c/ Doctor Piga nº7, Madrid; metro Antón Martín, Lavapiés .



BREVE PRESENTACIÓN DEL Nº2 de la Revista AL OTRO LADO DEL ESPEJO,
&
MICRO ABIERTO
para los que tengan algo que contar, ya sabes, traes tu material (máximo 1, A4)
te apuntas, y lo lees.
Os Esperamos.


VISUALIZA EL CONTENIDO EN http://issuu.com/alotroladodelespejo/docs/aolde2





Y SI TE GUSTA, ENCARGA TU EJEMPLAR IMPRESO AQUÍ






Madrid viejo, mi Madrid de niño, es una oleada de nubes o de ondas. No sé. Pero, sobre todos los blancos y azules, sobre todos los cantos, sobre todos los sones, sobre todas las ondas, hay un leit motiv:



AVAPIÉS

Madrid terminaba allí entonces. Era el fin de Madrid y el fin del mundo. Con ese espíritu critico del pueblo que encuentra la justa palabra, que ya hace dos mil años se llamaba la voz de Dios –Vox populi, vox Dei-, el pueblo había bautizado los confines del barrio. Había las “Américas” y había además el “Mundo Nuevo”. Y efectivamente, aquel era otro mundo. Hasta allí navegaba la civilización, llegaba la ciudad. Y allí se acababa.

Allí empezaba el mundo del as cosas y de los seres absurdos. La ciudad tiraba sus cenizas y su espuma allí. La nación también. Era un reflujo de la cocción de España, de la periferia al centro. Las dos olas se encontraban y formaban un anillo que abrazaban la ciudad. En aquella barrera viva sólo se encontraban los iniciados, la Guardia Civil y nosotros, los chicos. Barrancos y laderas de espigas eternamente amarillas, siempre secas siempre y siempre ásperas. Humos de fábrica y regueros de establos malolientes. Pegujales de tierra aterronada , negra y podrida, arroyos sucios y grietas resecas, árboles epilépticos y espinos y cardos hostiles, perros flacos de costillas en punta, palos de telégrafos polvorientos, con las tazas de cristal rotas, cabras comedoras de papel viejo, botes de conserva vacíos y roñoso, chozas hundidas de rodillas en la tierra. Gitanos con las patillas en hacha, gitanas de falda de colorines manchadas de mugre, mendigos de barba y de piojos espesos, chiquillos todo trasero y todo tripa con los cagajones chorreando en los muslos y el botón del ombligo saliente en la bomba morena de la panza. Se llamaba barrio de las Injurias.

Era el punto más bajo de la escala social que empezaba en la Plaza de Oriente, en el Palacio con sus puertas abiertas a los cascos de plumas y a los cascotes embrillantados , y terminaba en Avapiés, que escupía el detritus final del otro mundo, a las “Américas”, al “Mundo Nuevo”.

Avapiés era, por tanto, el fiel de la balanza, el punto crucial entre el ser y el no ser. Al Avapiés se llegaba de arriba o de abajo. El que llegaba de arriba había bajado el último escalón que le quedaba antes de hundirse del todo. El que llegaba de abajo había subido el primer escalón para llegar a todo. Millonarios han pasado por el Avapiés antes de cruzar la Ronda y convertirse en mendigos borrachos. Traperos, cogedores de colillas y de papeles sucios y de gargajos y de pisotones, subieron el escalón del Avapiés y llegaron a millonarios. Así que, en Avapiés se encuentran todos los orgullos: el haber sido todo y no querer ser nada, el de no haber sido nada y querer ser todo.


Ramón Barea,
LA FORJA DE UN REBELDE

--
http://alotroladodelespejorevista.blogspot.com/







lunes, 19 de abril de 2010

Bases del VII Premio Setenil 2010 al Mejor Libro de Relatos Publicado en España:

Este año, el jurado está presidido por el escritor Andrés Neuman, ganador del último Premio Alfaguara de novela, y le acompañan también la escritora María Dueñas, y el crítico literario Ramón Jiménez Madrid.

En fin, aquí están las Bases:


La Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Molina de Segura, con el fin de contribuir a reforzar el reconocimiento del relato como género literario en nuestro país, convoca el VII PREMIO SETENIL 2010, destinado a premiar al mejor libro de relatos publicado en España en el período a que se refiere la convocatoria, con arreglo a las siguientes

BASES

I. Podrán concurrir al VII PREMIO SETENIL los libros de relatos en que concurran las siguientes características:
Los libros deben haber sido publicados entre las fechas de 23 de abril de 2009 (Día del Libro) y 22 de abril de 2010, entendiéndose por fecha de publicación aquella en que haya finalizado el proceso de producción del libro (impresión y encuadernación).
Debe tratarse de colecciones de relatos de autor único, y de nacionalidad española. Si bien pueden haber sido publicadas originariamente en cualquiera de los idiomas oficiales del Estado español, sólo podrá presentarse a este concurso la edición en lengua castellana.
En el caso de obras escritas originariamente en otros idiomas del Estado distintos del castellano, la fecha a tener en cuenta será la de la publicación de la obra traducida.
La decisión sobre lo que es o no un “libro de relatos” corresponde únicamente al jurado.
No podrán participar libros que sean reediciones de anteriores, o antologías de relatos ya publicados en formato de libro. Sin embargo, se admitirán recopilaciones cuando los relatos hayan aparecido sólo en publicaciones periódicas.

II. Podrán presentar los libros que optan al premio tanto los editores directamente, como cualquier persona física o jurídica, adjuntando:
Dos ejemplares de cada uno de los libros presentados, que una vez concluido el proceso quedarán en propiedad del Ayuntamiento de Molina de Segura para enriquecer los fondos de su Red de Bibliotecas Municipales.
Una declaración firmada por el remitente en la que se haga constar: que el proceso de producción del libro ha finalizado dentro de las fechas indicadas en el apartado I; y que su autor es de nacionalidad española.

III. Las propuestas deben ser remitidas a la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Molina de Segura, Edificio El Retén, c/ Mayor, 81, 30500 Molina de Segura, con la mención “Premio Setenil”.

IV. El plazo de admisión de ejemplares finalizará el día 30 de junio de 2010.

V. Se establece un premio único e indivisible por importe de 12.000 euros para el autor de la obra ganadora. El premio no podrá ser declarado desierto.

VI. El Ayuntamiento de Molina de Segura editará una separata que contendrá una muestra de la obra ganadora –ya sea uno o varios relatos, o un fragmento–, y que se distribuirá de forma no venal entre editores, críticos, escritores, universidades y otras instituciones relacionadas con el libro de todo el país.

VII. El procedimiento del fallo será el siguiente:
Una comisión de preselección escogerá un máximo de 10 libros finalistas de entre todas las obras presentadas. Los remitentes de las obras seleccionadas deberán enviar dos ejemplares adicionales a la organización.
Un jurado designado por la Concejalía de Cultura, e integrado por figuras relevantes del mundo de las letras que tengan especial relación con el género del relato, se reunirá en el mes de octubre de 2010 para emitir su fallo, que se comunicará al autor ganador y a la editorial.

VIII. El premio se entregará en acto público que tendrá lugar en Molina de Segura en diciembre de 2010, con asistencia de los miembros del jurado, e irá precedido de un encuentro con lectores. Será inexcusable la presencia del autor galardonado para que el premio se haga efectivo.

IX. Cualquier reedición posterior de la obra ganadora hará referencia escrita en que se lea “VII Premio Setenil 2009. Ayuntamiento de Molina de Segura”. El Ayuntamiento podrá reproducir libremente en cualquier medio la portada del libro ganador, así como un fragmento del mismo en la separata a que se refiere la base sexta.

X. El mero hecho de participar en esta convocatoria conlleva la aceptación de las presentes bases y el fallo del jurado, que será inapelable.

Molina de Segura, abril de 2010


martes, 13 de abril de 2010

Un cuento de Ray Loriga



EL FINAL, POR AHORA



Se despertó tendido sobre la nieve. Lo cual no le pareció en absoluto extraordinario. Ni triste, ni desolador, ni peligroso, ni nada. Para despertar sobre la nieve, sólo es necesario haberse quedado dormido en la nieve. Despertar no requiere de ningún valor, y es algo que se hace, por así decirlo, naturalmente, y antes de que se presenten las circustancias, como se presentan los fantasmas en las noches de insomnio, se está a salvo, tranquilo, elegantemente tendido en el puente que separa las noches de los días, los muertos de los vivos. El lugar en el que se despierta ya no le pertenece al sueño, de igual manera que esta orilla del río ignora la naturaleza de la otra. Ni siquiera la nieve resulta entonces extraña, ni siquiera el frío que ha construido un esqueleto de hielo en su interior, levanta sospechas. El sol de invierno le quema los párpados cerrados y el bosque que aún no ve, se agita alrededor. Si tan sólo pudiera concederse un segundo más de paz, pero sabe que ya ha amanecido. Como si fuese la cosa más normal del mundo, se palpa la chaqueta, da con el bolsillo en el que están guardadas sus gafas oscuras, y con un gesto mil veces repetido, que en cambio carece en ese instante de recuerdo, al menos de recuerdo consciente, se planta las gafas en la cara. Y sólo después, abre los ojos y al segundo, se levanta. Sobre la gran explanada cubierta de nieve, no hay más rastro que el que acaba de dejar su cuerpo. Sus huellas, si las hubo, se han borrado, y alrededor, como había intuido, se extiende el bosque. No había imaginado, sin embargo, ni por supuesto recordado, la carretera, pero entre los árboles ve ahora claramente pasar los coches y hasta escucha sus motores, algo que hace un instante no estaba allí. Sucede a veces, que sólo percibimos la conversación de alguien sentado muy lejos de nosotros cuando vemos como se mueven sus labios. El mismo principio rige los micrófonos direccionales, que han de ser apuntados, con los ojos, hacia su verdadero objetivo, para poder así escuchar el sonido de las cosas que por fin vemos. Sin dudarlo, camina hacia la carretera, lo cual le dice algo de su condición. Un hombre que camina hacia el interior del bosque, está huyendo, y sin embargo, un hombre que camina hacia la carretera, seguramente sólo piensa en volver. A su pesar, ya ha empezado a reconstruir su historia. Sabe también, y de eso es consciente mientras camina por la nieve, que no es el suyo uno de esos casos de amnesia que animan de cuando en cuando las páginas de los periódicos y que a menudo construyen las tramas de las novelas de misterio con un mecanismo infantil y engañoso. No basta con esconder la receta para convertir un guiso vulgar en una comida memorable. Así que, por lo pronto, se alegra al comprobar que sólo está ligeramente aturdido, y que recuerda bien quién es, por más que aún no esté dispuesto a ponerse un nombre.
Si pudiera tomar un café antes de empezar con esto, se dice, sabiendo que es lo primero que se dice esta mañana, mientras sus pasos sobre la nieve le acercan a la carretera. A través de los últimos árboles ve por fin el coche, aunque sabía que iba a estar allí, como supo antes dónde estaban sus gafas de sol, porque recuerda el accidente, y se recuerda a sí mismo con tanta claridad, como recuerda qué esconde cada uno de los bolsillos de su chaqueta.

El coche está embarrancado en la nieve y la mujer que esperaba encontrar está aún dentro. Antes de mirarla no sabe –no porque no lo recuerde, sino porque no lo sabe– si está viva o muerta. Sí sabe, en cambio, que es preciosa.

El coche es negro, elegante, como lo son los coches de los demás. Uno de esos coches que se conducen desde el asiento de atrás, dando instrucciones. Un coche que no es conducido por uno mismo, sino por un deseo, y un poder, adquiridos con anterioridad. Un coche que de alguna manera anda solo, y de cuyo accidente nadie es del todo responsable. Como el coche de Lady Diana, que avanzaba por un camino ajeno, conducido por un extraño, llevando dentro una desgracia que ya no era sino la proyección de una ambición previa, condenada a entrar en conflicto con las más retorcidas circunstancias.

Lo que más le extraña cuando se asoma a su interior no es encontrarla a ella viva, durmiendo plácidamente, sino la ausencia del chófer. Tal vez haya muerto, se dice, o tal vez haya ido a pedir ayuda, o tal vez, el chófer sí ha perdido la memoria tras el golpe, y camina por el bosque sin rumbo. Aunque también puede ser que el chófer no sea del todo inocente, que estuviera bebido y que no tenga la menor intención de aparecer nunca más.

Ella, es más hermosa aún de lo que recordaba y su vestido de niña tímidamente escotado, ligeramente marinero, sus largas piernas, su boca entreabierta, su pelo rubio desparramado en exquisito desorden sobre el asiento trasero, le reafirman en algo que ya intuyó al despertar sobre la nieve. Algo de lo que ahora está convencido; un segundo antes de este lamentable accidente, él era un hombre feliz, y afortunado.

Ella, y esto lo recuerda muy bien, le dijo al menos una vez, te quiero. Pero ahora, ella tiene los ojos cerrados y está aún dormida, así que no sabe qué pensar. No puede asegurar que vuelva a decirlo.

Durante largo rato contempla el accidente, y a la mujer que duerme, como quien se detiene en un cruce y contempla su sombra caer, dividiéndolo todo en dos opciones exactas, entre el desastre y la oportunidad. Finalmente abandona la carretera, y se adentra en el bosque.

Y sus pasos sobre la nieve ahogan también un “te quiero”, que en su caso, y de eso al menos sí está convencido, no será el último.

miércoles, 7 de abril de 2010

Un cuento de Paula Lapido

En la granja

El sol se estaba ocultando con cierta pereza cuando Doug salió del granero, justo a tiempo de ver a su padre desplomarse en el suelo. Iba hacia el establo para guardar el ganado, rastrillo en mano, y cayó como un fardo. El sombrero de paja le resbaló de la cabeza y fue rodando hasta la valla blanca y roja junto a la carretera. Maud, la vaca más anciana del rebaño, lo siguió con la mirada mientras rumiaba un bocado de hierba.
Doug se acercó a su padre lo más rápido que le permitía su pierna lisiada. Le encontró tendido boca arriba con los ojos abiertos, inmóvil. Se inclinó para escuchar su respiración. Se oían más los grillos bajo los árboles y las mandíbulas de Maud mascando. Oía más su propio corazón, que latía como un tambor del 4 de Julio.
Se arrodilló junto a él poniendo con cuidado la pierna izquierda en el suelo. Torció la boca. Le dolía con la humedad y había estado lloviendo durante días. Puso los dedos en el cuello del viejo, le buscó el pulso. Estaba caliente, la arteria palpitaba a trompicones. Las mejillas rubicundas se le habían vuelto grises. Tenía los labios agrietados y las manos callosas hundidas en la hierba. El rastrillo había caído lejos de su alcance.
Levantó la cabeza y miró hacia la casa. La luz del porche estaba encendida y le llegaba el sonido de la radio desde la cocina. Su madre y su hermana estaban preparando la cena. Por el olor, serían chuletas. Chuletas con puré de manzana y patatas asadas con mantequilla. A Doug se le hizo la boca agua. Tenía hambre. El estómago se le encogió y emitió un rugido que hizo que Maud volviese la cabeza hacia él.
La puerta de la cocina se abrió y apareció la cabeza rubia de Patti:
-¡Doug, dile a papá que la cena está lista! -gritó, y volvió a entrar en la casa dando un portazo.
Doug fue a levantarse para llamarla pero un pinchazo en la pierna lisiada le dejó en el suelo. Ella no le habría oído ya, con la radio y el ruido de los platos. Maud mugió y Doug se la quedó mirando. La vaca se inclinó para mordisquear otro bocado de hierba. Brando, el cachorro de labrador que habían comprado el año pasado, ladró a la vez que sacudía la cola. Corría a avisar al resto de la familia para la cena. Gruñó y rascó con su pata negra una de las botas de agua verdes del viejo, que abrió la boca y volvió a cerrarla sin emitir sonido alguno.
Doug recogió el rastrillo y palpó las muescas de la madera con un escalofrío. Una muesca, una noche pasada en el establo, durmiendo en el suelo. La vara estaba marcada de arriba a abajo. Se volvió hacia la casa, luego hacia su padre. Su rostro se difuminaba en la semioscuridad. Arrancó un puñado de hierba imitando a Maud y se lo acercó a la nariz. Él le miró con sus ojos azules muy abiertos, sin parpadear. Se le crisparon las manos. Vino una brisa nocturna y las briznas volaron de los dedos de Doug.
Se levantó. El viejo le agarró de la pierna izquierda. Aún tenía fuerza, le clavaba las uñas en la piel a través del pantalón. Un calambre le subió por la pantorrilla hasta la cadera. Se apoyó en el rastrillo y esperó. Los grillos subían poco a poco el volumen de sus crujidos. Pasó un rato hasta que el sol se hubo ocultado por completo. Ahora solo distinguía los ojos de Maud que reflejaban las luces del porche. La mano que le sujetaba fue aflojándose hasta caer de nuevo inmóvil sobre la hierba.
Doug echó a andar hacia la casa cojeando. Brando le adelantó a la carrera para ir a rascar la puerta de la cocina. Chuletas, sí, no se había equivocado. Dejó el rastrillo en el porche y entró. El bol de puré de manzana estaba sobre la mesa con la cerveza de su padre. Fue a lavarse las manos en el fregadero y se sentó en su sitio, a la derecha de la cabecera. Patti le puso un plato limpio y le llenó el vaso de agua. Cuando retiraba la jarra, Doug la sujetó del brazo y le sonrió. Le retiró el pelo rubio de la cara. El moratón del ojo se le había puesto amarillo pero pronto no se notaría, en cuanto le diera un poco el sol.
-¿Y papá? -preguntó ella.
Doug bajó los ojos y miró el mantel de cuadros.
-En el establo, creo.
Patti no dijo nada más. Fue por la bandeja de chuletas y la puso en la mesa. Doug cogió una y empezó a comer. Se moría de hambre. Su hermana le miró con los ojos muy abiertos.
-¿No esperas a papá? -le dijo en voz baja.
Su madre apareció con las patatas.
-¡Douglas! -exclamó- ¡Ya sabes que no podemos empezar a comer hasta que tu padre no haya venido! ¡Sabes de sobra cuánto le molesta! – dejó la bandeja en la mesa y se frotó las manos en el delantal. Miró de reojo hacia la puerta.
-No os preocupéis. Sentaos.
Doug terminó la chuleta; cogió otra. Bebió agua. Su madre y su hermana seguían de pie junto a la mesa, mirándole mientras comía.
-Mamá, podríamos abrir esa botella de vino que guardas en la alacena para las ocasiones especiales. Sé que te gusta y nunca bebes. Espera, yo la cojo.
Doug fue a por la botella, le sacó el corcho y llenó el vaso de su madre, el de su hermana y el suyo propio, hasta el borde. Las dos mujeres miraron hacia la puerta y tomaron asiento sin decir palabra.
-He estado pensando que los aperos están muy viejos -dijo Doug?-. La semana próxima iré al pueblo a comprar un rastrillo nuevo y alguna otra cosa.
Patti volvió a retirarse el pelo que le caía sobre la cara. Su madre cogió el vaso de vino y se lo bebió de un sorbo largo, atropellado.
-Mamá, las chuletas están muy ricas. Comed, se van a enfriar. Venga, Patti, sírvete.
Brando frotó su hocico contra la pierna lisiada de Doug. Él le tiró una chuleta. Patti subió el volumen de la radio. La madre hizo ademán de decirle algo, pero Doug la interrumpió tendiéndole el bol del puré de manzana. Durante unos instantes el cuenco se quedó allí, entre los dos, exhalando sus vapores dulces hacia el techo. Después ella lo cogió y se sirvió.


PAULA LAPIDO presenta hoy en Madrid su primer libro de relatos. Ni que decir tiene que como sean de la misma calidad de éste, será un éxito seguro. Paula domina el lenguaje, la escena del cuento, engancha al lector y muestra todo bajo un velo de sombras sin decirnos nada.
Lo suyo (la chispa, la visión) o se tiene o no se tiene.

martes, 6 de abril de 2010

Una semana de cuento en Tres rosas amarillas

La librería Tres rosas amarillas será, una vez más, el feudo de cuentistas.
Tres presentaciones esta semana.
MARTES,6 20:00H.




MIÉRCOLES 7, 20:00H




JUEVES 8, 20:00H.